El Camino

 ¡Al fin!. Había conseguido empezar la peregrinación tan ansiada, había descubierto antiguos escritos que llevaban al santuario donde se alcanzaban, segun los documentos, gracias tan especiales que uno casi podía tocar el cielo. Un lugar que te cambiaba la vida.

En mi mochila todas mis seguridades: mi móvil, mi brújula, mis latas de comida, cerillas, calcetines de repuesto, aspirinas, todo mi ego y, los que yo creía, mis méritos. Había encontrado “el camino”. O eso creía yo. Y sería la descubridora de aquel antiguo santuario.

Iba sola, pues creía que era un camino que tenía que hacer sola, quién iba a querer acompañarme en estos tiempos de descreimiento. Además, no quería que nadie me robase el mérito de ser la primera en descubrir aquel santo lugar del que ni siquiera sabía el nombre.

Los primeros días todo parecía ir razonablemente bien. Mi saco de dormir me daba el calor suficiente y el cansancio no parecia hacer mella en mí… pero, cuando ya estaba muy cerca de lo que yo creía que era el lugar, dejé de tener tan claro cómo se llegaba y empezé a dar vueltas en círculo. Parecía que no era posible llegar, para colmo resbalé y mi móvil salió por los aires y mi mochila se cayó por un precipicio. Era como si el santuario no quisiese ser encontrado.

No conseguía levantarme, y no sabía cómo iba a salir de ésta. Primero lloré, luego me enfadé con Dios. Nadie acudía en mi auxilio. Tras un rato de desesperación, vi mi pobreza y mi miseria y, como una niña desvalida, dije: “Dios mío, ayúdame, yo sola no puedo, que sea lo que Tú quieras”. Nada sucedió… excepto por la paz. Sentí una paz que me llevó a mi infancia, a mis primeras oraciones, a cuando yo jugaba con el niño Jesús. Tenía “sabor” a las caricias de mi madre y a las oraciones con mi abuela.

Luego vi una luz y una anciana que me sonreía amablemente.

-¿Te has caido? ¿Dejame que te ayude?

Lo primero que pensé es cómo esa señora iba a ser capaz de ayudarme, ¡si debía de tener roto el tobillo! Sin embargo, ella se acercó y me dijo: -No parece roto ven te ayudo a levantarte, mi casa no está lejos. (¿Qué su casa no está lejos?… ¡Si llevo 3 días caminando por esta montaña y casi un dia dando vueltas en circulo y no he visto civilización alguna!).

Pero su sonrrisa y sus ojos me hicieron confiar en ella. Me ayudó, me puse en pie y llegamos a su casita, una casa sencilla. Allí, mientras me curaba las heridas, me preguntó que qué hacía por aquella montaña.

Yo, tras darle las gracias, le conté el motivo de mi peregrinar: queria encontrar aquel lugar santo en el que casi se tocaba el cielo y de donde uno salía transformado.

Ella se sonrió y me dijo: -Yo conozco ese lugar, el Domingo te llevaré, si tú quieres.

-¿Y por qué el domingo? -le dije- ¿por qué no mañana mismo?

-Pues, por que tienes que curar tus heridas antes de llegar, aquí en mi casa curarás las del cuerpo y, el mismo domingo, si tú quieres, podrás curar las de el alma.

En los dos días que pasé en su casa, ella me cuido con cariño y amor de madre. Era la persona más buena que nunca había conocido.

Ella me contó que había tenido una vida muy azarosa y que le faltaba la paz, que además, antes de llegar al santuario siempre veía los defectos de los demás y le costaba mucho perdonar. Hasta que se dio cuenta de que así no era feliz. Yo me veía muy reflejada en ella y le pregunté: -Y entonces ¿qué hiciste?

-Le pedí ayuda a la Virgen María y ella me ayudó a ver mi misieria, a presentarsela a Dios nuestro Señor, a pedirle perdón y ayuda… y Él hizo el resto. Ése es el camino correcto. Pero no pienses -me dijio-, que una vez que haces esto ya está todo conseguido, eso tienes que hacerlo cada día y empezar una y otra vez.

Y por fin llego el domingo. Me arreglé, me vestí y me preparé para que me acompañase al santuario. Cuando llegamos, mi alma se llenó de gozo y me puse de rodillas delante del sagrario. Pedí ayuda la la Virgen y le entregué mi pequeñez y mi miseria al Señor. Luego vi que un sacerdote se acercaba a un confesionario y supe lo que tenía que hacer: fui y recibí el perdón de Dios.

Me sentí incriblemente bien. Empezó la misa y me sorprendió porque participaban en ella como ¡unas 20 o 30 personas! En el momento de la comunión me sentí inmerecidamente querida y amada por Dios y me sentí cerca del cielo.

Al acabarse la ceremonia le di las gracias a mi amiga. Le pregunte cómo es que había tanta gente si era tan difícil de llegar…

-Es que tú has venido por el monte, si te hubieras informado bien habrias venido por la carretera. Este santuario es muy conocido.

Yo casi me quedé en estado de shock. Pero, sin embargo, se había cumplido la promesa de los antiguos manuscritos. Me había sentido muy cerca del cielo y mi vida seguro que no sería igual.

Ahora tocaba volver a mi casa, a mi vida y acordarme de las palabras de mi amiga: “Tiene que ser cada día y empezar una y otra vez”.

Mi amiga hizo que alguien me llevase en coche a mi casa. Ahora procuro cada día ponerme delante de Dios, entregarle mis miserias y pedirle ayuda, procuro confesar. Y cada vez que comulgo recuerdo aquel momento.

Os escribo esto por si alguno quereis poneros “en camino” y, si me encontrais caida, no dudéis en ayudarme a levantarme.

Publicado originalmente en sanpedrogijon.es

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