El Camino
¡Al fin!. Había conseguido empezar la peregrinación tan ansiada, había descubierto antiguos escritos que llevaban al santuario donde se alcanzaban, segun los documentos, gracias tan especiales que uno casi podía tocar el cielo. Un lugar que te cambiaba la vida. En mi mochila todas mis seguridades: mi móvil, mi brújula, mis latas de comida, cerillas, calcetines de repuesto, aspirinas, todo mi ego y, los que yo creía, mis méritos. Había encontrado “el camino”. O eso creía yo. Y sería la descubridora de aquel antiguo santuario. Iba sola, pues creía que era un camino que tenía que hacer sola, quién iba a querer acompañarme en estos tiempos de descreimiento. Además, no quería que nadie me robase el mérito de ser la primera en descubrir aquel santo lugar del que ni siquiera sabía el nombre. Los primeros días todo parecía ir razonablemente bien. Mi saco de dormir me daba el calor suficiente y el cansancio no parecia hacer mella en mí… pero, cuando ya estaba muy cerca de lo que yo creía que